lunes, 20 de septiembre de 2010

La perdiz

perdiz con perdigones
Perdiz con perdigones
Flikr (pichihuelva)
¡Vaya, vaya!. La perdiz "rojilla".

¡Vaya cabreo que llevaba mi hermano!.
Habíamos estado cazando por el monte, cada uno con nuestra herramienta. El con su repetidora, que era la causa de su cabreo. Según él, y parece que según todos, esa escopeta no es muy práctica para la caza en espacios muy cerrados de maleza, donde los disparos, necesariamente, los tienes que hacer a distancias muy cortas, a tenazón. Son escopetas muy buenas para la caza en espacios abiertos, puesto que alcanzan mayor distancia que otras de su calibre; pero en los disparos muy cortos, el tiro abre poco y se da una de estas dos circunstancias: o no le das a la pieza, que es lo más probable, o si le das, normalmente la destrozas. Cualquiera de los dos resultados son cabreantes. De ahí la situación anímica de Manolo. En pocas palabras: no había tenido buen día.
Nos íbamos para casa, ya era última hora de la tarde, cuando al tomar la curva del cruce de la carretera con el camino de la “Mangá”, a muy poca distancia, había dos perdices en el centro de la carretera y, al aproximarse el coche, levantaron el vuelo y nos pareció que se paraban nada más alcanzar el llano en los barbechos del pico del  Chaparro. Le dije a Manolo que metiera dos cartuchos en su escopeta y subiera con cuidado que, seguro, les podría tirar con cierta comodidad. Manolo se negó (reflejo de su cabreo) y me dijo que subiera yo si quería; pero yo tenía la escopeta en el maletero y metida en la funda y había que evitar ruidos que las pudieran ahuyentar. Entonces me dejó su escopeta y cogí dos cartuchos. Para qué más, si había dos perdices; un disparo para cada una y las dos al morral y para casa, así de fácil. Subí el tramo de aliagas, entre la carretera y el borde y al llegar arriba me agaché para que no me descubrieran las rojillas, me encaré la escopeta según me iba levantando con la vista puesta en los barbechos que tenía de frente. ¡Qué raro se me hacía aquello!. Para nada estaba acostumbrado a una repetidora. Yo siempre había cazado con la paralela; pero ya puestos, había que afrontar aquella situación y que “sea lo que Dios quiera”.
Me iba levantando muy poco a poco, sin quitar la vista de los barbechos y sin parpadear. Yo no veía nada que se moviera para soltar el primer disparo. Seguía levantándome, ya casi estaba erguido y pensando que habríamos apreciado mal la distancia y que, quizás, las perdices habían volado más de lo que a nosotros nos había parecido, cuando, a mi izquierda, oí que levantaban el vuelo. Me habían sorprendido ellas a mí, no yo a ellas. En un instante la sangre se me puso a hervir. Se había ido al garete lo del primer disparo antes de que levantaran el vuelo, que eran mis planes y giré la escopeta hacia ese lado, tirando con la mano izquierda, desacompasada, sin duda, de la mano derecha y en el recorrido hacia el blanco, presionaría el gatillo y se me escapó el primer disparo. ¡Me cago en todo lo que se menea!.
 Huy, ¿pero qué ha pasado aquí?. Sorpresa. Las perdices estaban a una altura de unos 10 metros del suelo y una cae muerta, la que volaba delante y la otra, sin perder la compostura, giró 180º y se posó en el lomo de un surco y se quedó parada, pina y con la cabeza levantada, en posición que a mí me hizo pensar que una vez que se le pasara el aturdimiento del disparo, levantaría el vuelo. Por lo tanto había que dispararle el segundo y último tiro. Mientras me acercaba y sin quitar el punto de mira de la perdiz, dispuesto a disparar en cuanto que se moviera, pensé que alguien, escondido en algún sitio, habría disparado al mismo tiempo que a mi se me escapaba el tiro.
 Me acerqué a la perdiz, que seguía de pie con mucha gallardía, ¡mira que es bonita la perdiz roja!, y valiente, y veloz, y lista, y…, no creía yo que aquello iba a terminar así. Le puse el extremo de los caños de la escopeta sobre el lomo, la presioné ligeramente, hasta dar con la pechuga en el suelo y la cogí. Cobré la otra y para el coche.
Cuando llegué al coche, mi hermano me interrogó que ¿cómo había disparado solo un tiro? y al intentar contárselo me dio un ataque de risa. Después me fue muy fácil hacérselo creer. Lógicamente, me había ido con dos cartuchos y volvía con uno, solo había disparado un tiro y había cazado dos perdices.
No me fue tan fácil hacérselo creer a otros que, estoy seguro, aún hoy lo ponen en duda. Alguien, pariente muy allegado a mi, un tiempo después, me dijo que lo había contado en un bar y que, hombre, uno le había dicho que parecía un tanto rocambolesco. Quedó claro que él tampoco se lo creyó. Esta es la fama que tenemos los cazadores.
Manolo se llevó la perdiz que había caído muerta en el disparo y yo me llevé la otra, la de la historia y al desplumarla, efectivamente, solo tenía un perdigón en la cabeza.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Recetas de cocina

Paella
Paella comunitaria.
Agosto 2010
Olombrada (Segovia)
¡Buen gusto!



Ha llegado a mis oídos que alguien tiene ganas de impresionarnos con alguna receta de cocina (para más señas, algún postre), pero que como “no hay ninguna entrada haber como hago ningún comentario”. Bueno, pues ya la tenéis. En comentarios a esta entrada podéis aportar recetas de cocina.

Yo, de momento, no hago ninguna aportación, pues a lo más que podía llegar es a decir cómo se hace un bocadillo de anchoas o una ensalada de lechuga.

Ánimo. Estamos esperando.

viernes, 3 de septiembre de 2010

El jabalí

jabato
Fotografía de mi producción
Rayón o Jabato
Fotografiado en EL PARDO
(Madrid)
Un lance de caza. El jabalí.

Creo que era por el mes de Octubre, seguramente uno de los primeros domingos de la temporada. Un día despejado y algo caluroso para la época del año.
Ojeamos en el monte de Almadrones. Los ojeadores entraron desde la nava de los Caballeros, en dirección Oeste, hacia el camino Almadrones y las escopetas nos habíamos colocado en perpendicular a la linde de los dos términos, frente al Cerro Tejedal y teníamos por delante una zona de jaras y robles que, por lo menos donde yo estaba, permitía ver a mucha distancia.
La mañana estaba soleada y el viento “picaba” del Este, por lo que a muy poco tiempo de que los ojeadores iniciaran el vocerío ya se empezaron a oír los ladridos de un perro, que por ser de mis primos, yo conocí enseguida. Era un pastor alemán bastante acostumbrado a la lucha con el jabalí.
Yo era la primera escopeta por la izquierda y estaba colocado muy cerca de la linde de los dos términos. Transcurridos los primeros instantes y puesto que persistían los ladridos siempre en línea perpendicular a mí, entendí que podía tener suerte. Efectivamente, poco después pude ver el cochino, saltando por las jaras y esquivando algún matorral de roble, seguido por el perro, en lo que parecía haber un acuerdo. Ni el jabalí corría demasiado, ni el perro acortaba la distancia entre ambos; diríamos que los dos se conformaban con aquella situación.
Puesto que la visibilidad me lo permitía y el jabalí corría, más o menos, en línea recta a donde yo estaba cubierto con una mata de mediana altura, me recreaba apuntándole, mientras se me hacía la boca agua. Cuando lo tenía a una distancia de unos treinta metros, el bicho giró ligeramente hacia su izquierda, dejándome al descubierto su ijar derecho. Digamos que “se me puso a huevo”. Aún le seguí durante unos instantes con el punto de mira puesto en la parte que su pata delantera derecha dejaba al descubierto en sus largos saltos. Como es lógico suponer yo me había preparado “a conciencia”: bala en el cañón derecho y cartucho, con perdigón de quinta, en el izquierdo. ¡Qué momento!. Estaba a punto de matar mi primer jabalí y aquello no lo podía compartir con nadie. Yo solo. Ni el jabalí, ni el perro podían “imaginar” lo que estaba a punto de suceder. Antes, solamente se había matado un jabalí en Castejón, cuyo honor correspondía a Ángel Adán.
Bueno, llegó el momento de la verdad; faltaba muy poco para que el bicho se cubriera con el matorral y desapareciera de mi vista. Pero no. En uno de los saltos del jabalí y con todo medido al milímetro; nada había quedado al azahar, por algo llevaba “tropecientos” minutos apuntando, un ligero tirón del gatillo y el monte, ¡todo el monte!, se llenó, hasta las entrañas, del zumbido del disparo. El monte se llenó del zumbido del disparo, pero el jabalí siguió corriendo como si aquello no fuera con él. ¡Me cago en su padre!. Ni un extraño en su carrera. Si, un extraño si. Al disparo, el bicho aumentó la velocidad de su carrera. Estaba claro que no le había “tocado”. Lo busqué por detrás de las primeras matas y le disparé el segundo tiro, sin apuntar, pero seguro de que lo alcanzaría, ¡su … madre!, ¿pues no me había dejado en cuadro?. Pero, ¿cómo había que apuntar para matar un jabalí?. Me preguntaba ¿qué es lo que no he hecho bien?. Las ideas se me agolpaban en la mente hecha un revoltijo. No era capaz de explicarme que es lo que había pasado. Juraba en “arameo”. Me resistía a admitir lo evidente. Seguramente, aunque a mí no me había parecido que le diera, el bicho caería muerto poco más adelante.
Estaba en estas disquisiciones cuando corrió una ligerísima brisa y un roble, de tronco con un grosor aproximado al de mi muñeca, se inclinó, cual genuflexión de respeto o agradecimiento al ligero viento y cayó al suelo, dejando al descubierto un trozo de su tronco de unos cincuenta centímetro.
Si le apunto al tronco del roble no le había dado, pero le disparé al jabalí cuando el roble se interpuso en la trayectoria de la bala.¡Qué buena sintonía entre las distintas especies de flora y fauna!. Un roble había dado su vida por salvar la de un jabalí, dejándome a mi cara de …
Aún quedaba lo peor. Soportar a toda la cuadrilla cuando se terminara el ojeo. Una bronca de cada uno, según iban llegando dispuestos a ayudar para cargar con el bicho, y otra colectiva. Creo que hasta mi padre me riñó. Cuando les mostré el roble caído en el suelo y el tronco, sin una mínima astilla, alguno llegó a comprenderlo, pero para otros no era justificación suficiente.